Hace dos años, mi esposa se fue de casa en el peor momento de nuestras vidas. Después de mucho esfuerzo y de reconstruir todo desde cero con mis hijos, la vi de nuevo en una cafetería, sola… y llorando. Lo que me dijo me dejó completamente en shock.
Cuando Anna salió del departamento con nada más que una maleta y un frío “Ya no puedo más”, me quedé ahí parado con nuestros gemelos de cuatro años, Max y Lily, sin entender.
Mi dignidad quedó hecha trizas, pero más aún mi corazón. Ni siquiera volteó a verme. Fue como si de un momento a otro dejáramos de ser familia.
Todo había comenzado cuando perdí mi trabajo. Éramos una familia en una de las ciudades más caras del país. Yo era ingeniero de software en una empresa prometedora, hasta que todo se vino abajo por malas decisiones internas. Pasé de ganar seis cifras a recibir cheques de desempleo de la noche a la mañana.
El día que se lo conté a Anna, vi la decepción en sus ojos. Ella era ejecutiva de marketing, siempre impecable. Incluso cuando dio a luz, parecía salida de una revista. Yo admiraba eso de ella. Pero jamás imaginé que me dejaría cuando más la necesitábamos.
Ese primer año fue un infierno. Soledad, miedo a no tener dinero, agotamiento extremo por trabajar y cuidar a los niños.
Conducía para apps de transporte en las noches y entregaba compras durante el día. Max y Lily preguntaban por su madre constantemente, pero ¿cómo explicar a dos niños que su mamá se había ido?
Mis padres vivían cerca y me ayudaban con los niños, pero económicamente no podían aportar mucho. Ya estaban jubilados y apenas alcanzaban para ellos.
Aun así, Max y Lily eran mi ancla. Sus abrazos y sus “Te queremos, papi” me mantenían firme. No podía fallarles.
El segundo año fue distinto. Conseguí un proyecto freelance de programación y el cliente quedó tan satisfecho que me ofreció un puesto fijo en su empresa de ciberseguridad.
El sueldo no era tan alto como antes, pero era estable. Nos mudamos a un departamento más cómodo, empecé a cuidarme, volví al gimnasio, cocinaba de verdad y le di estructura a nuestras vidas. Ya no sobrevivíamos; vivíamos bien.
Y entonces, justo dos años después de que Anna se fuera, la volví a ver.
Estaba en una cafetería cerca de nuestro nuevo hogar, trabajando en la laptop mientras los niños estaban en el preescolar. El aroma a café recién molido llenaba el aire.
Levanté la vista… y ahí estaba.
Sola, en una esquina, con lágrimas bajándole por el rostro. No era la mujer que recordaba: la ejecutiva segura de sí, con ropa de marca y peinado perfecto.
No, esta mujer parecía derrotada. Abrigo desgastado, cabello sin vida, ojeras profundas.
Por un instante, me dolió. Ella fue quien nos abandonó en nuestro peor momento, buscando una vida mejor sin un esposo desempleado ni dos niños pequeños.
¿Y ahora? ¿Por qué lloraba sola en una cafetería? No debería importarme, pensé. Pero era la madre de mis hijos.
A diferencia de ella, yo no era frío. Aún sentía algo.
Me miró. Nuestros ojos se encontraron. Pasó de la sorpresa a la vergüenza.
Sin pensarlo, me levanté y caminé hacia ella.
—Anna —dije, aclarando la voz—. ¿Qué pasó?
Ella miró a todos lados, buscando cómo escapar.
—David… no esperaba verte aquí —murmuró.
—Claramente. Te fuiste sin mirar atrás. Y ahora, dos años después, te encuentro llorando en una cafetería. ¿Qué está pasando?
Bajó la vista, retorciendo sus manos hasta poner los nudillos blancos.
—Cometí un error —confesó, como si se le viniera el mundo encima.
Me crucé de brazos.
—¿Un error? ¿Crees que abandonar a tu esposo e hijos fue solo eso?
—Sé que fue más que un error… pero pensé que podría salir adelante sola. Todo era demasiado. Las deudas, el miedo a no sobrevivir… Mi sueldo no alcanzaba.
—Lo sé —asentí.
—Pensé que encontraría algo mejor… una carrera más exitosa, una vida distinta…
Suspiró.
—Pero no fue así. Perdí mi trabajo poco después. Viví de mis ahorros, mis padres me ayudaron un tiempo, pero luego me cortaron. Mis amigos desaparecieron cuando más los necesitaba.
Lloraba sin control.
Por dentro, sentí algo de satisfacción: el karma no tardó. Pero también tristeza. Si ella hubiera creído en nosotros, podríamos haberlo superado juntos.
—Te extraño —susurró—. Quiero volver.
Sus palabras colgaron en el aire. Sabía por qué las decía.
—¿Me extrañas ahora que no tienes nada? Qué conveniente, ¿no?
Extendió la mano hacia mí.
—David, por favor. Sé que no lo merezco, pero haré lo que sea. Vivo en apartamentos baratos, cambiando de trabajo en trabajo. He pensado mucho. Sé lo que perdí.
Aparté mi mano.
—¿Y Max y Lily? ¿Ni una palabra sobre ellos desde que me senté? ¿Pensaste en ellos alguna vez?
Pareció recibir una bofetada.
—Sí… también en ellos. Pero me daba vergüenza… No sabía cómo volver.
Negué con la cabeza.
—Tú tomaste tu decisión. Y nosotros hemos creado una nueva vida. Los niños son felices. Yo soy feliz.
—Haré lo que sea —repitió—. Solo dame una oportunidad.
Me levanté y le di la espalda.
—No —le dije—. Aún no has cambiado. Solo piensas en ti. Mis hijos necesitan a alguien que los ponga primero.
Tomé mi laptop y me fui. Las campanitas de la puerta sonaron, pero no más fuerte que los sollozos de Anna.
Esa noche, en la cena, observé a Max contar una historia sobre un gusano y a Lily mostrarme un dibujo.
—Mira, papi, somos nosotros en el parque —dijo orgullosa.
—Está perfecto, princesa —le respondí con una sonrisa.
Anna lo dejó todo… y ahora no tenía nada.
Pero ya en mi cuarto, pensé: ¿y si los niños necesitan ver a su madre algún día?
Tal vez, si de verdad cambia y lo demuestra, podría permitirle verlos. Por ahora, mi prioridad es protegerlos.
Muchos creen que los niños pequeños no entienden lo que pasa, pero sí lo hacen. Son resilientes cuando sienten que hay alguien que siempre estará para ellos.
Y por eso, nuestro capítulo con Anna estaba cerrado.
La vida sigue. Y yo me enfocaría en darles el hogar lleno de amor y seguridad que merecen… esperando lo que venga.